Sin duda alguna, cada ser humano es distinto del otro. Y por ende, cada niño es distinto del otro. Pero por alguna extraña razón de la razón, los profesores, frecuentemente, esperan que todos ellos sean iguales.
Con demasiada frecuencia recaen sobre ellos expectativas masivas, como si les fuera necesario cumplir con un molde universal y pre-establecido.
Será por eso que, a menudo vemos, en la práctica clínica, cómo muchos profesores se desencajan frente a un niño diferente. Y en este escenario, los que más sufren la incomprensión, son aquellos que se ubican en los extremos.
Por un lado, aquel niño que, con gran inteligencia, tiene la “desventaja” (según sus maestros) de tener “demasiada personalidad”. ¿Qué significa esto? Que lidera, que cuestiona, que no se conforma con una explicación burda y se atreve a ponerla en duda, que no acepta convenciones “sólo porque sí”. Estas características suelen confundirse con rebeldía y en muchos colegios aún piensan que la mejor opción es “corregir” el supuesto desacato a las normas, en una actitud francamente castradora, en vez de aprovechar sus grandes habilidades y talentos.
En el otro extremo, igualmente incomprendido, se ubica el niño que, aunque altamente inteligente, es introvertido. Aquél que tiene grandes ideas y un tremendo potencial creativo. Crítico de las estructuras, inventor de soluciones, juicioso en sus opiniones, maduro en las decisiones y gran observador del mundo…. pero cuyos profesores estaban demasiado ocupados con el resto (la masa) para prestarles atención. Los dejan solos, sin considerar que, tras un niño introvertido hay un mundo por descubrir y que sólo hace falta escucharlos y darles la oportunidad de expresarse.
Si miramos a los grandes genios y líderes de la humanidad, podemos ver que ninguno de ellos fue un niño común sino que representaron honrosamente a estos extremos: o muy rupturistas o muy introvertidos.
En definitiva, la solución no está en “normalizar” ni en “masificar”, sino en lo contrario: la solución está en respetar la individualidad y rescatar los potenciales escondidos.
No vaya a ser que de tanto buscar el tesoro con la mirada equivocada, terminemos pasándole por encima sin siquiera verlo.