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Educación: progreso material, resultados en disputa

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A las puertas de una nueva definición presidencial, la educación vuelve al centro del debate por la brecha entre los avances materiales alcanzados y los resultados que la sociedad espera del sistema escolar.

Sería injusto afirmar que nada ha cambiado. En los últimos años se han impulsado mejoras en infraestructura, conectividad, equipamiento tecnológico, cobertura y formación formal del profesorado. Esos avances existen y negarlos empobrece la discusión. Sin embargo, el juicio social que hoy se instala no se construye desde el detalle técnico ni desde los informes sectoriales, sino desde la experiencia acumulada de estudiantes, familias y docentes.
Desde fuera del sistema y muchas veces también desde dentro, persiste la sensación de que los problemas estructurales no han sido resueltos: aprendizajes frágiles, dificultades de convivencia escolar, desgaste docente y una brecha persistente entre lo que se anuncia y lo que efectivamente se vive en el aula. Esa percepción explica porqué la educación vuelve al centro del debate político no como promesa futura, sino como balance inconcluso.
El punto crítico no está en la falta de políticas ni en la ausencia de inversión, sino en la distancia entre los cambios formales y su impacto real. Aulas nuevas, tecnología disponible y capacitaciones periódicas son condiciones necesarias, pero no suficientes, cuando no logran traducirse de manera consistente en mejores aprendizajes, mayor sentido de propósito escolar y comunidades educativas más fortalecidas.
En ese vacío el discurso educativo avanza más rápido que los resultados visibles y la palabra pública comienza a perder fuerza. No por mala fe, sino porque la experiencia cotidiana termina pesando más que cualquier promesa. Así, conceptos como calidad, equidad y derecho a la educación comienzan a percibirse como parte de un lenguaje gastado, desconectado de la realidad.
Este escenario también explica el clima político actual. Cuando las expectativas no se cumplen, el debate se desplaza desde la mejora gradual hacia demandas de orden, control o soluciones inmediatas. No necesariamente por convicción ideológica, sino por cansancio. La educación, utilizada reiteradamente como eje simbólico de transformación, termina siendo evaluada con mayor severidad cuando los resultados no acompañan.
Salir del sistema educativo no significa dejar de pensar en él. Después de años en la sala de clases, aprendí a reconocer la diferencia entre los cambios que se anuncian y aquellos que efectivamente se traducen en aprendizaje. Esa distancia, con el tiempo, me permite mirar con mayor claridad el estado real de la educación, en el inicio de un nuevo ciclo político, que deja junto a promesas acumuladas de distintos gobiernos, reformas formalmente instaladas en normativas, capacitaciones y políticas ministeriales, pero aún débiles en su impacto cotidiano en el aula. Tampoco pasa inadvertido que parte de esas definiciones hayan sido percibidas por amplios sectores de la opinión pública como políticas equivocadas o mal orientadas. Un proceso que, como el aprendizaje mismo, sigue abierto y nunca se cierra del todo.
Porque cuando la educación se transforma en una promesa permanente y no en una experiencia que mejora de manera tangible, el problema deja de ser únicamente de diseño o de gestión. 
Un país que pierde confianza en su sistema educativo empieza, sin darse cuenta, a perder confianza en su propio futuro.

Por: Gorart Villarroel