 Gorart Villarroel
Gorart Villarroel
Vivimos con un ojo en el entorno y el otro en el brillo del vidrio. Lo digital nos acerca y a la vez nos distancia. Entre el asombro y la costumbre, aún podemos elegir cómo mirar el mundo.
Caminar hoy es distinto, no sólo porque los pasos nos llevan a otros lugares, sino porque la vida, en estos tiempos, se mira y se vive a través de pantallas. Cada gesto cotidiano, cada emoción, aparece y desaparece como un destello en la superficie brillante de los dispositivos.
Cualquier emoción puede habitar en ellas, aunque muchas veces se desbordan fuera. Algunas se muestran y conmueven; otras permanecen ocultas y terminan siendo invisibles.
 El siglo XXI es, sin duda, la civilización de la imagen. Pantallas de todos los tamaños nos acompañan a diario. En ellas todo aparece y desaparece con rapidez, hasta nuevo aviso. A su alrededor incluso hemos creado expresiones propias: un pantallazo para capturar un instante, la doble pantalla para multiplicar la atención, o hacer pantalla para aparentar y dar una imagen hacia afuera, algo tan natural en el lenguaje común que ya nadie necesita explicarlo.
Los dedos se mueven solos sobre el vidrio, en un desliz interminable que parece decisión propia, pero es rutina automática. Ahí se pierde la frontera entre mirar y pensar.
Siete décadas de vida me han enseñado a mirar este tránsito con cierta distancia: escuchar las señales del pasado, reconocer el presente y aceptar que del futuro ya poco sorprende. Entre quienes corren más adelante y quienes se quedan atrás, me ubico al centro, observando, imaginando y aferrándome a esas creencias que no son otra cosa que productos de lo incierto.
Hoy casi nadie está fuera del alcance de las pantallas. En aldeas de África, en pueblos del Amazonas, entre pastores de Mongolia o en islas lejanas del Pacífico, los celulares ya forman parte de la vida diaria. Incluso en los lugares más apartados, donde todo parecía que nunca cambiaría, la pantalla también llegó para quedarse.
A veces basta mirar alrededor para notar cómo la vida se reparte entre lo que ocurre frente a nosotros y lo que sucede tras una pantalla, como si viviéramos con un ojo en el entorno y el otro en el brillo del vidrio.
Cuando el mundo no tenía pantallas
Hubo un tiempo en que el mundo se miraba sin brillo artificial, cuando la luz provenía del sol, de las velas o de los ojos de quien teníamos enfrente. Las horas se llenaban de gestos sencillos: escribir una carta, esperar una respuesta, conversar sin interrupciones, escuchar el silencio sin buscar una señal que confirmara nuestra presencia.
El cielo era un paisaje cotidiano, no una fotografía de fondo; las voces se oían directamente, sin micrófonos ni auriculares; la memoria vivía en los recuerdos, no en archivos. En aquel tiempo la vida no era más fácil, pero se sentía más plena: cada instante encontraba su lugar y su respiro.
Hoy, mientras la tecnología nos rodea, tal vez convenga recordar que lo digital no siempre nos conecta. A veces, sin darnos cuenta, nos roba el asombro de estar aquí.
No se trata de volver atrás, sino de recordar lo que no debería haberse ido: la pausa, el asombro, la conversación sin prisa, la presencia sin pantallas.
 Tal vez el desafío no sea renunciar a la tecnología, sino aprender a convivir con ella sin perdernos dentro.
El mundo seguirá su curso, pero aún podemos elegir cómo caminar en él: con los ojos abiertos, con el corazón despierto o como se nos antoje, como quien vuelve a mirar el cielo después de mucho tiempo.
