Featured

Granja de servidores: Los templos silenciosos del poder actual

data

Por la curiosidad de tratar de entender algo que está llegando rápido y que puede estar yéndose un poco más lejos de la cuenta, nos guste o no.

Hace un tiempo empecé a fijarme en algo que antes pasaba piola. Se hablaba de almacenar datos en  “la nube” como si fuera aire, liviana, invisible, casi mágica; pero la nube no flota, se instala. Ocupa terreno, consume luz, toma agua. Eso ya no es un rumor ni  exageración.
En distintos países, incluido Chile, se están impulsando iniciativas ambiciosas ligadas a centros de datos y sistemas que sostienen la inteligencia artificial. No son bodegas chicas ni oficinas con computadores. Son extensiones enormes de terreno dedicadas a que las máquinas funcionen sin parar, día y noche, sin descanso. Eso me llevó a hacerme una pregunta simple: ¿para qué todo esto?
La respuesta más común es conocida. Para vivir mejor, hacer las cosas más fáciles, ganar tiempo, para avanzar. No niego nada de eso, porque vivir más cómodo siempre ha sido una tentación legítima. El problema aparece cuando esa comodidad empieza a pedir cosas a cambio, sin avisar mucho y sin mostrar la letra chica.
Mientras en la casa nos piden ahorrar energía, cuidar el agua y entender que los tiempos cambiaron, estas instalaciones necesitan electricidad constante y grandes volúmenes de agua para funcionar. El contraste no es menor y genera duda.
La inteligencia artificial no existe sola, necesita estas granjas para aprender, procesar y responder. Junto con ellas vienen dispositivos cada vez más discretos, más presentes, metidos en la vida diaria. Aparatos que escuchan, sugieren, ordenan, recuerdan. No obligan, al contrario, acompañan y ayudan.
Ayudar parece siempre algo bueno; sin embargo, mientras más ayuda recibo, menos hago por mi cuenta. Mientras menos hago, menos decido, sabiendo que ese proceso no ocurre de golpe. Ocurre de a poco, casi sin notarse, viviendo, aceptando y acostumbrándose.
En algún momento recordé una comparación que muchos encuentran exagerada: la idea de la granja humana. No como algo literal, no como una conspiración de película, más bien como metáfora. Un modo de mirar cómo los sistemas modernos tienden a ordenar la vida para que no incomode, para que sea predecible, para que no se salga del carril.
Las granjas de servidores no necesitan dioses; funcionan con reglas simples: energía, agua y datos. Muchísimos datos. Lo que hago, lo que compro, lo que como, lo que digo, lo que pienso, lo que comparto, o lo que callo. No porque alguien sea perverso, sino porque eso permite anticipar comportamientos y anticipar siempre ha sido una forma de poder.
Aquí hay algo que me inquieta más que la tecnología misma. El cobro nunca viene al principio. Primero llega la gratuidad, luego la facilidad, después la costumbre. Cuando ya no hay vuelta atrás, aparece el precio. A veces en plata, otras veces en privacidad o algo más difícil de explicar: la autonomía, criterio o silencio interior.
No creo que esto se vaya a detener., tampoco creo que haya que vivir negándolo todo o mirando el pasado con nostalgia. La estrategia no es huir ni desconectarse, sino entrar con cuidado, usar sin entregarse entero, aprovechar sin perder el juicio; observar, preguntar. Dudar cuando todo parece demasiado fácil, porque cuando alguien me dice que algo es gratis, ya no puedo escucharlo igual que antes. Aprendí que muchas veces, lo gratis se paga después y que cuando el precio no está claro, el producto suele ser uno mismo.
A estas alturas ya no estoy  para convencer a nadie. Escribo para dejar la pregunta abierta, a lo mejor no importe ahora y a muchos no les importe nunca; pero importará cuando ya no haya alternativa, importará cuando salir costará más que quedarse.
Las grandes granjas de servidores no pertenecen a la humanidad ni al progreso; tienen dueños: son grandes empresas tecnológicas, fondos de inversión y  en algunos casos, Estados que actúan como socios o facilitadores de infraestructuras pensadas para que la inteligencia artificial funcione a gran escala, de forma continua y rentable.
El beneficio existe: servicios más rápidos, tareas más fáciles, acceso inmediato a información. Eso no se puede negar. El problema es que ese beneficio no viene solo; viene acompañado de costos de alto consumo de energía y agua, ocupación de territorio, dependencia tecnológica y una recolección constante de datos sobre la vida cotidiana de las personas.
No buscan saber de nosotros por curiosidad. Los datos sirven para anticipar conductas, ordenar perfiles, tomar decisiones automáticas y hacer el mundo más predecible. Cuando la eficiencia se vuelve el valor principal, la libertad deja de perderse por prohibición y empieza a reducirse por diseño.
Las granjas de servidores no son dioses; pero sí son los nuevos templos del poder moderno. No se reza en ellos, se vive dentro de sus efectos.
La pregunta es: ¿cuánta libertad estamos dispuestos a entregar a cambio de que todo funcione sin esfuerzo?
No hay respuesta fácil; pero hacerse la pregunta, hoy ya es un acto de libertad.

Por: Gorart Villarroel